Giorgione (1476/77-1510), La vieja, ca. 1506. Gallerie dell’Accademia, Venecia.
Nos acercamos. No podemos obviar esa mirada directa y cruda. Y de ahí, sobrecogidos aún hoy, miramos su boca ajada. Porque nos está hablando y la oímos fuerte, en la elocuencia de la pintura: “Io”, y leemos “Col tempo”. Yo, con el tiempo. Sin rodeos. En pocos segundos, hemos sentido la potencia del tiempo, que bajo su vuelo nos descarna.
Nos hemos conmovido en un instante. Nos ha golpeado sin retórica. Baste el naturalismo, para entender desde alma. Porque más fuerte y certera que el símbolo, es la empatía. No vemos un lienzo. Sentimos una persona. Podemos oír el latido lento y constante de su pecho, palpar la respiración costosa, acoger el pesado caer de un cuerpo y su historia. Y, mirándola, sabemos desde dentro que fue real y permanece todavía. Que Giorgione la vio, y la pintó del natural.
Así, seguimos mirándola. Sabemos que ella ha existido pero... qué le falta. Y buscando, nos damos cuenta que sólo sabemos de ella una cosa: la vejez.
Confundidos, volvemos a mirarla. Pero no encontramos más que la acritud de tiempo. ¿Por qué? ¿Dónde está ella? ¿Cuál es su historia? No está. Porque ella es la advertencia del tiempo, y nada más. Entonces entendemos, que, aunque su figura es presente, no está su identidad. Entonces entendemos que el cuerpo de una persona no es suficiente, ni necesario, para el retrato. Comprendemos que el retrato lo hace la intención de mostrar quién fue, o quiso hacer parecer que era, una persona. Que el retrato lo hace el uso, por el que viendo una imagen encontramos el alma de alguien venciendo las fronteras de la carne.
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