Ilustración de Cristina Jiménez para Almáciga |
Uno de los temas de los que más se han hablado al hilo de Panza de burro es su lenguaje, que destaca por ser las más de las veces una transcripción descarnada de la oralidad del habla local (una variante rural de un dialecto insular), con su ritmo, expresiones y términos propios. Esto me interesa muchísimo: no se asea la lengua de la narradora para acercarla al "estándar", ni siquiera se la somete a las normas básicas del español escrito, no se subraya con comillas ni con cursiva ninguna palabra que rompa la norma. La narradora cuenta y su lengua es la que es. El habla rural, tan denostada habitualmente, secuestra el discurso y nos arrastra con su fuerza, nos envuelve con su abrazo brutal que no evita la crudeza ni repara en "suciedades" y escatologías. Porque además el estilo está sujetado con la fuerza poética de las imágenes de la naturaleza y los elementos cotidianos del pueblo...
"Así como un martilleo era su tristeza, como un picapinos perforando la madera. [...] Corríamos, corríamos con las piernas desnudas. Entre los cardos, las ortigas, las penqueras. Corríamos y saltábamos sobre los cirgüeleros, los perales, los manzaneros, las manzanas ácidas y prematuras quemándonos el cielo de la boca. Abortos de nísperos en el suelo. Cuando nos atacaba la tristeza comíamos moras verdes y peras calientes hasta tener cagalera. Cagalera, cagalera, cagalera, siempre queríamos tener cagalera. Nos quitábamos las telarañas de la cara con el tope de la lengua. Nos rozábamos sin querer los pepes. Nos estregábamos. [...] Ya solo quedaban nuestros pepes latiendo como un corazón de mirlo debajo de la tierra, como una mata a punto de reventar el centro de la tierra".
Ilustración de Cristina Jiménez para Almáciga |
Esto que tiene mucho de reivindicación de una cultura (la que está detrás de las palabras, dándoles sentido y forma), tiene también un enorme valor simbólico en nuestra historia de la literatura: el habla rural asalta el discurso literario, se hace protagonista (no queda relegada a dar el toque de color para caracterizar a un personaje rural, como sucede en muchas obras cuando se les da la palabra), hace que se oiga una voz que aquí siempre ha estado exiliada, okupa un espacio que le ha estado vetado, la convierte en una herramienta autorizada para la expresión artística. La coloca en un lugar de prestigio social, el de la "alta cultura".
Si bien en la literatura hispanoamericana las variantes geográficas del español han sido reivindicadas y construidas como lengua literaria, en la española esto no ha sido frecuente. María Sánchez, veterinaria de campo y escritora, señala que hay una dinámica que hace que lxs escritorxs "tengamos que esconder de dónde venimos", pero que ella cree que "todos los acentos, todas las lenguas son válidas, y son patrimonio vivo del que nos deberíamos sentir muy orgullosas".
Este sentimiento de orgullo late en el fondo de su proyecto Almáciga con el que se ha propuesto rescatar y reivindicar las palabras y las formas de vida de las culturas rurales, que, junto con ellas, están en peligro de desaparecer. En él, además de recoger los vocablos que va descubriendo o que le manda la gente (se trata de un proyecto participativo abierto a la colaboración, por lo que si tenéis palabras para aportar podéis hacerlo aquí), también comparte historias, entrevistas, vídeos y testimonios que muestran la relación entre el territorio, los animales y las personas y que nos dejan entrever todo lo que hay detrás de una palabra: una vida, una historia, unas formas de relacionarse con la tierra que no tienen nada que ver con el actual sistema de producción agroalimentaria industrial e hiperextractivista propio del capitalismo. Además de la web que os animo a visitar, este proyecto también ha cristalizado en el libro Almáciga. Un vivero de palabras de nuestro medio rural, "un glosario poético que huele a tierra arada y a lumbre, iluminado con las ilustraciones de Cristina Jiménez", ilustradora y diseñadora gráfica de Pamplona que ha coronado con exquisitez y ternura tan bello libro.
"Empecé a recoger esas palabras como semillas y las metí en un cuaderno, resguardadas, apretadas contra mí, como se hace cuando se recogen las semillas y se colocan en un papel para secarlas y, una vez preparadas, se guardan en botecitos de cristal en la despensa o en el cuartillo para la próxima siembra. Así fue como las palabras de mi familia comenzaron a viajar del pueblo a la ciudad y a conocer una nueva tierra a la que agarrarse. Cuando estaba entre amigos, en el trabajo o en algún encuentro literario, no podía evitar sacar el cuaderno y lanzar alguna palabra sin revelar el significado. Las arrojaba como el agricultor lanza las semillas a la tierra esperando que terminaran agarrando, alcanzaran a brotar y dieran sus frutos. [...]
Solo quiero ser una excusa para abrir la palabra y reconstruir el idioma, la mano que recoge semillas de un lado y las esparce en otro, como esas semillas que se enganchan en el lomo de los animales trashumantes para germinar a miles y miles de kilómetros de su lugar de origen. Que la lengua, como la vida, prosiga y encuentre multitud de formas, caminos, encuentros y palabras para seguir aferrándose, para seguir sobreviviendo, para, a fin de cuentas, seguir existiendo."
María Sánchez, Tierra de mujeres
ohhhhh.... ¡que maravilloso este artículo!
ResponderEliminarMe encanta el proyecto Almáciga, aportaré alguna de las joyas locales que tengo en mi "semillero" y estaría guay ver la posibilidad de amadrinar alguna de esas palabras para llevarlas fuera del "museo". Que pongamos en marcha un semillero de madrinas que nos comprometamos a usarlas en nuestra vida diaria.
¡Síííí, Álmaciga es un proyecto realmente hermoso!
EliminarMe encanta lo del semillero de madrinas... ¡Yo me apunto!