En Campos azules (Alba Ed., 2022), Julia Soria escribe una historia sobre la memoria. La suya personal y familiar, la de una época y unas gentes, y la de un lugar. La autora regresa a La Mallona, el pueblo soriano donde nació, y nos sumerge en una maravillosa narración de tintes autobiográficos que recorre la historia de una niña, la emigración de su familia del pueblo a la ciudad, su necesaria vuelta al lado de esa abuela María de quien tanto aprenderá, y la inevitable y definitiva marcha.
La novela es un valioso testimonio del modo de vida rural de mediados del siglo XX, se describen con detalle numerosas tareas del campo y además la autora aporta un precioso vocabulario de la zona.
En una entrevista a “Salamaca RTV al día” ante la pregunta "Si tuviera que explicar su novela ¿qué diría?", responde: "Diría que es una novela que pretende poner de relieve el buen hacer de las mujeres de la familia."
Esto es lo que más me llamó la atención en la lectura: la contundente presencia de las mujeres en el universo familiar de la niña y en la vida cotidiana y de trabajo del pueblo.
Aunque hay distintos personajes femeninos en la obra (tía Simona, la madre, la prima Áurea, Flavia, Narcisa, la tía Puri, la abuela Marcelina, Nati...), la figura de la abuela María tiene un papel indiscutible. En la misma entrevista antes mencionada, la autora comenta: “Mi abuela [...] era así, tal cual la describo. Una mujer increíble y mi faro guía.”
A lo largo de la historia no sólo se describen las relaciones familiares, el entorno, las tareas del campo, etc., también hay una trama, un suceso que pondrá en vilo al pueblo y que la niña protagonista irá investigando. Y también hay un “primer amor” adolescente. Pero centrándonos en la presencia de las mujeres y en las labores que desempeñaban, voy a copiar algunos fragmentos donde ésto aparece:
Cuando la protagonista vuelve al pueblo a pasar una temporada con lxs abuelxs por encontrarse enferma, una de las primeras cosas que hace con la abuela María es el pan:
“Hoy vas a ser panadera. En verano no puedo enseñarte porque no hay tiempo para eso -dijo mientras me colocaba un mandil hecho con retazos de sábanas viejas. [...] Hicimos varios viajes del casillo a la cocina hasta que consideró que ya había bastantes leños para empezar a encender el horno. [...] De la harina que guardaban en la cámara había separado un saco que estaba ya en la cocina [...] Cogió una cosa que parecía un colador grande -un cedazo dijo que se llamaba-, abrió el saco y me pidió que fuese metiendo el cazo que acababa de darme y fuese echando harina encima del colador. Puse todo mi empeño en que no se me cayese nada en el camino, a pesar de no tener ni idea de lo que estaba haciendo. Ella sí que lo sabía. Observaba cómo iba meneando aquel objeto redondo encima de la caldera que había dispuesto sobre el hogar y cómo volcaba a un cubo lo que se quedaba en el cacharro. Esto es salvado, pequeña, y lo dejamos aparte para los cerdos, me dijo antes de que yo preguntase. [...] Separada la harina del salvado, me explicó que trabajaríamos con esa harina y con la levadura de la última hornada de la tía Francisca, su vecina. Yo me acerqué a la artesa que estaba contra la pared contigua al horno, dispuesta a meter las manos en la masa, y me entregué con pasión a manosear, voltear, espolvorear y repetir los gestos que veía hacer a la abuela.”
Otra de las tareas que se repite en distintos momentos a lo largo del libro es la de lavar, ya sean escenas en el lavadero o los trasiegos con la colada en la casa:
Pietiegua (Salamanca), 1953. Foto tomada de aquí. |
“Después de fregar unos cuantos cacharros, la abuela me recordó que no había visto ninguno de los libros del instituto que tenía entendido que debía repasar; nunca se olvidaba de lo esencial y sabía que los libros lo eran para mí. También anunció que había que darle una vuelta a las sábanas que estaban enjabonadas en remojo desde la víspera. Eso quería decir que había que bajar de nuevo al lavadero. Me di cuenta de que mi presencia multiplicaba las tareas para ella porque, en verano, la que lavaba era mi madre, y pensé que con aquellas sábanas tan gruesas no iba a poder ayudarla mucho, peor aun así me ofrecí a acompañarla [...]
Ve destapando el coción [...] Siempre me había preguntado para qué servía aquella especie de enorme tinaja de barro anclada a la pared en un rincón de la cocina, que tapaban con una plancha de madera para que no entrasen bichos. Ahora ya sabía su nombre y pronto iba a enterarme de su utilidad. La abuela y yo doblamos un poco las sábanas para que pudiesen entrar en esa vasija. Después retiró la caldera de cobre llena de agua que, contra la tiznera y colgada de la cadena encima del fuego, había estado calentándose toda la mañana y vertió el agua en ella. Avivó las llamas y volvió a vaciar un par de cántaros en la caldera. [...] la abuela colocó un harnero con un lienzo blanco por encima que cubría la boca del recipiente. Y ya por último y para mi mayor sorpresa, encima del trapo echó unas paladas de ceniza. [...] La tarea de la colada continuaría al día siguiente, pero ya era de noche y había que cenar.”
Con la llegada del verano la madre y el hermano pequeño de la protagonista irán al pueblo desde la ciudad donde viven, por lo que algunas rutinas cambian y ahora las tareas no sólo las compartirá con su abuela sino también con su madre:
“En verano, mi madre suplía a su hermana Simona en la tarea de llevarles la comida a los que estaban segando. [...] Mamá me plantó un sombrero de paja, tan grande que casi me tapaba los ojos: El sol aquí no perdona, hija. Le puso los aperos a la burra; metió en el serón el botijo, la bota de vino, la hogaza de pan y la comida, me sentó encima del animal y emprendimos nuestra excursión bajo el sol batiente. No conseguía saber cómo podía adivinar el camino y mucho menos acertar en qué finca se encontraba el resto de la familia. [...] Todos los caminos y todas las tierras me parecían iguales. Mamá, sin embargo, se las sabía todas porque las conocía desde pequeñita.”
Zorita de la Frontera (Salamanaca), años 50. Foto tomada de aquí |
Más adelante, otro día, será la niña protagonista, la encargada de llevar la comida a los abuelos al campo:
“Mamá me retó:
-Hoy les bajarás tú la comida a los abuelos. ¿Qué te parece?
- ¿Y eso? Nunca he ido sola.
-Siempre hay una primera vez para todo. Cuando era más pequeña que tú, ya iba de aquí a Nódalo a través del monte con el hatillo de ropa para tu bisabuelo. Estoy segura de que tú puedes con eso y más.
[...]
No me dio tiempo ni a contestar. Cuando me quise dar cuenta, ya estaba Petro aparejada, la comida en el serón y yo con el sombrero de paja en la cabeza y tirando del cabestro.”
El hecho de ir asumiendo tareas de los mayores se muestra en el libro como un orgullo, por un lado, porque supone vencer algunos miedos que tiene la niña, y por otro porque es un paso a la madurez. Se ha catalogado esta obra como novela de formación, y es cierto que la protagonista va aprendiendo en distintos niveles y somos testigos de cómo va evolucionando de la niñez a la adolescencia.
La protagonista tiene 10 años cuando comienza el relato, y se hace alusión en muchas ocasiones a esa edad que es un poco frontera, para algunas cosas ya se siente mayor y sus mayores le van enseñando y confiando en ella, pero para otras la consideran aún pequeña (hay un episodio relacionado con el crimen que sucede y con el embarazo de una mujer del pueblo, que la madre y las amigas mayores intentan ocultarle. Eso sólo hace que ella tenga más ganas de saber y comience una investigación por su cuenta).
Pastora en Valdenarros (Soria), 1955. Foto de Juan Miquel-Quintilla tomada de la web solidaria puesta en marcha por sus hijxs |
Otra de las labores que se retratan en el libro es la del pastoreo. En este caso la encargada es Simona, la tía materna de la protagonista, que está soltera y vive con los abuelxs.
En invierno: “Los abuelos pasaban más tiempo en casa, las tareas eran distintas, estábamos más en la cocina que en ningún otro sitio y solo se salía de casa si era necesario. Lo era que Simona sacase a las ovejas porque, hiciese el frío que hiciese, los animales tenían que moverse, pero ahora los horarios eran al revés. Las sacaba de día y volvía a casa después de cerrarlas en la majada al atardecer.”
“En verano las ovejas funcionaban al revés. Se tenían cerradas en la majada durante las horas fuertes de sol y se sacaban a pastar cuando el sol ya se ponía. Así que Simona llevaba los horarios cambiados: se levantaba para irse al monte cuando los demás llegaban del tajo. Yo estaba convencida de que tal vez por eso era tan agria.”
Bustillo de Cea (León) , 1972. Foto extraída de aquí |
Según avanza el verano las labores del campo avanzan también. Ya entrado el mes de julio, la protagonista tendrá que cuidar de su hermano pequeño mientras la madre asume una nueva tarea, el acarreo:
“Los abuelos segaban ya las últimas tierras y mi madre empezaba a ocuparse del acarreo. Se trataba de ir con la Petro a recoger los haces que habían ido quedando apilados en las fincas y transportarlos a la era. Yo, que siempre me había apuntado a todas, ahora me tenía que quedar con el crío.”
En agosto, toca la trilla, y esta actividad también supone un cambio más en los roles de cada persona de la familia:
“Llegó agosto y con él la trilla. Me gustaba mucho ese mes. El pueblo se animaba, las eras se llenaban de gente y todos los vecinos compartían el mismo espacio. Y me encantaba trillar. [...] La era palpitaba de gente y de sonidos de cencerros y de trillos quebrando las espigas. Nada más verme, la abuela me hizo saltar a su trillo, me dio un par de besos y me preguntó si la acompañaba a la fuente. Pregunté por mamá y me dijo que se había ido a lavar la ropa de los otros abuelos. No sé por qué me molestaba ver a mi madre al servicio de aquellos que no nos tenían, por decirlo de algún modo, un cariño especial. La abuela dejó la parva en manos del abuelo y fue directa al cantarero; cogió un par de cántaros y me tendió a mí los botijos.
Mujer trillando con mulas, Juan Pérez de la Torre. Museo del Traje |
En la trilla participaban todxs, incluidas las niñas:
“Áurea y yo éramos conscientes de estar haciendo algo importante porque, además de dar vueltas y más vueltas a la parva, debíamos estar atentas al movimiento de los rabos de las vacas y, cuando una de las dos lo levantaba muy alto, teníamos que coger deprisa la lata que había al lado del taburete y ponerla debajo del culo de la vaca para que sus cacas no cayesen sobre la parva. [...] Mientras tanto, el abuelo, horca en mano, le daba vueltas a la parva para que los cantos afilados del trillo no dejasen ni una espiga por triturar.
En ese momento, salió la abuela de casa para anunciar que la comida estaba lista. El abuelo desunció los animales, los metió en la cuadra, les dio de beber y se sentó con nosotras en la cocina. Mamá, al parecer, comería en la otra casa. Qué menos, pensé, si trabaja para ellos. [...]
A media tarde mamá ya estaba de vuelta y nosotras de nuevo en la era, no fuese que empezasen la recogida de la parva sin nuestra ayuda. Sentadas en el rastro, haciendo peso para poder recoger el máximo de trigo y paja, era como si fuésemos en coche. Cuando terminó la tarea, estábamos de paja hasta las cejas y cubiertas del tamo que se desprendía del suelo trillado, pero eso era lo de menos. Nos sentíamos eufóricas.”
Asistimos también en la novela a un parto que, cómo no, atienden las mujeres:
“La tía Remedios apareció en casa para pedir ayuda, cuando ya estábamos cenando. Su hija Nati había roto aguas y llevaba ya demasiado tiempo con contracciones. [...] La abuela no dudó un instante, se levantó del banco de la cocina, dejó la cuchara y salió al portal a buscar el mantón. Apenas habían cruzado la puerta las mujeres, mi madre se quedó pensativa un momento y dijo:
-Si debe estar de ocho meses. Se ha adelantado. Voy a ir yo también a echar una mano. [...] Cogió su chaqueta del clavo del portal y se fue. Sin un buenas noches, ni un beso ni nada. Así era mi madre.”
Aún habría muchas cosas que comentar, pero este texto pretende ser un esbozo, una pincelada que refleje algunos de los asuntos de la novela relacionados con el mundo rural y las mujeres, y en algún momento habrá que finalizarlo. Así que, para terminar, me gustaría hacerlo con la abuela María, personaje entrañable y decisivo en la educación y evolución de la protagonista. Copio algunos fragmentos donde queda clara su sabiduría, sus dotes “adivinatorias” que tanto asombran a la nieta, y su buen talante:
“Yo seguí con la abuela María, que, antes de llegar al corral, se paró en la era, oteó el horizonte por los cuatro costados y olfateó el aire que, al parecer, le decía cosas. Enseguida imaginé lo que iba a decir a continuación, y a los pocos segundos, dijo: mañana llueve. Así era la abuela. Cuando no se veía ni un asomo de lluvia en el cielo, ella preveía la lluvia.”
“-Hay que tener los ojos bien abiertos -dijo, como quien no dice nada-, observar con calma, oler el aire y ver de qué lado sopla el viento, mirar de qué color es el cielo cuando se pone el sol. Cualquier señal es importante.”
“Era mi maestra. No entendía tanto empeño en hacerme ir a la escuela. Aprendía con ella muchas más cosas que en los libros.”
“-Abuela, usted sabe de todo; de cielos, estrellas, ganados, partos, arados, yuntas, tierras... ¿dónde ha aprendido todo eso? -le solté para empezar.
-La vida es la que enseña -me respondió tan tranquila.
-Pero, ¿nunca ha ido a la escuela? -insistía yo.
-Nunca, mi niña. En casa éramos seis hermanos y tu bisabuelo pensó que llevar a la escuela a los niños era más que suficiente. Las mujeres no necesitábamos aprender. -Lo dijo sin rabia, pero su voz me pareció un poco triste. [...]
-Pero usted sí mandó a la escuela a mamá y a tía Simona ¿verdad? -Ya lo sabía, pero quería oírselo decir a ella.
-Sí, aunque solo en invierno. En verano todas las manos son pocas en el tajo.
- ¿Y quién se ocupaba de las ovejas en invierno? -Mi curiosidad era tan arrolladora como su paciencia.
-Pues quién iba a ser, la abuela -respondió ella-. Yo quería unas hijas más listas que yo. Que aprendiesen por lo menos a leer y a escribir.
-Pero si usted es la más lista de las tres -le dije con una gran sonrisa-. ¿Y a dónde vamos hoy?
-A la taina a buscar las ovejas.
[...]
Debíamos estar cerca de la taina porque ya se oían los ladridos de Mora. Pero en cuanto reconoció a la abuela, dejó de llamar la atención. En realidad, ya había comprobado que todos los animales de la casa la reconocían y se comportaban con ella con una docilidad que no usaban con los demás.
[...]
Intenté contar las ovejas, pero no lo conseguí y eso que no eran muchas. En cuanto se desperezaron, estaban todas en pie alrededor de la abuela, con sus cencerros a todo lo que daban.
No tardó ni un segundo en detectar a la coja.
-Anda, ven a ayudarme -me dijo mientras la tumbaba en el suelo, entre la paja y las cacas-. Cógela de la cabeza, no tengas miedo, no te hará nada. [...] Mientras tanto, la abuela sacó una cuerda de las alforjas y le ató las patas delanteras para inmovilizarla.
-La tiene rota, diagnosticó en el acto nada más palpar una de sus pezuñas traseras y, sin pensárselo dos veces, le cogió la pata y se la estiró en un gesto rápido. [...] Acto seguido, como para hacerse perdonar, le tendió un puñado de grano que llevaba en el bolsillo de su mandil.
Aquellos bolsillos parecían un pozo sin fondo: mendrugos de pan, montoncitos de grano, llaves...
Mientras el animal comía, ella volvió a sacar de las alforjas un par de tablillas de enebro untadas en un mejunje de color rojo que olía muy fuerte -ante mi mirada atónita, me explicó que era brea caliente- y puso la patita mala entre las dos. El animal se dejaba hacer como si supiese que estaba en buenas manos y yo, maravillada, seguía atenta todos sus movimientos.”
He señalado solo algunos aspectos de la novela, pero tiene un sinfín de cosas destacables. La recomiendo vivamente. Y, un detalle, es la primera novela de Julia Soria, y la ha escrito con 73 años.
Artículo financiado por el Instituto de la Mujer de Castilla-La Mancha 2022.
Comentarios
Publicar un comentario
Los comentarios enriquecen el contenido de esta revista. Te agradecemos tu participación